El destino de este río es el Arabá.  Entendemos, por la geografía, que se refiere al mar Muerto.  Este es un sitio de aguas tan cargadas de minerales y sales que es imposible que la vida florezca allí.

El río de Dios crece, crece y crece.  En su cauce, genera cambios radicales vivificando las orillas.  Pero, al legar al Arabá, lo vivifica todo.  Cambia las propiedades del agua, llena de peces el lugar e impulsa el desarrollo de la vida de todo aquel que nade allí.

El río de Dios todo lo vivifica.  Es Dios mismo fluyendo y trayendo vida a sus márgenes y al mismísimo rincón donde nada podía vivir ni desarrollarse.  

El Señor mientras fluye lleva vida.  Mientras fluye produce cambios que evidencian Su paso.  Cuando Dios toca nuestras vidas, siempre deja un testimonio de Su fluir y cambia aspectos y situaciones para nuestro bien y para Su gloria.

Su fluir llega y alcanza a lo más profundo del ser.

Empapa los lugares muertos, inertes, sin fruto, apagados y desanimados de nuestro interior.  Inunda los rincones donde parece que nada puede vivir o que nunca cambiarán.  Dios fluye con su misericordia y tal como David hizo con Mefiboset, nos saca de Lodebar —que era un lugar seco, desértico, inerte y sin dignidad— para hacernos habitar en una vida abundante.

Él lo cambia todo.  Trae vida donde había muerte.  Cambia la escasez en abundancia.  

 

¡El río de Dios todo lo vivifica!

Vivifica tu espíritu.  Vivifica tu alma.  Te vivifica a vos.

¡Buena semana!

Pr. Carlos Ibarra   

 

 

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